9 nov 2011

El último aliento.


“Dejemos que la ciudad colapse”

El titular del diario no dejaba lugar a dudas. Era una capitulación.

El viejo lo estrechó contra su pecho, conteniendo dentro de sí, un mar de sensaciones que se arremolinaban en su interior. Recordó la primera vez que leyó esas palabras, y notó, sin darse cuenta realmente, que la reacción hacia ellas había sido la misma independientemente de los años;  y sin embargo no podía hallar en su memoria cuanto tiempo hacía desde ese momento  a pesar de la fecha del papel.  El problema residía en que él mismo había perdido la noción del tiempo.

Quizá la memoria se haya esfumado a la par que la estabilidad de sus manos. Desde que comenzó el Parkinson, cada jornada era una odisea. Sobre todo desde que la ciudad fue despoblándose hasta quedar completamente vacía, llevándose consigo ese aire rebosante de vida, y con él todo rastro de existencia humana alguna.

El anciano lo había previsto tiempo atrás y tenía suficientes reservas de lo indispensable para, según sus necesidades, permanecer ahí. Sabía que era un suicidio quedarse, pero lo prefería a la vergüenza que para él representaba abandonar el lugar donde vivió toda su vida.

La recolecta de periódico inició por el tiempo de la acumulación de provisiones. Era un intento por preservar algunos recuerdos de lo que la ciudad un día fue; además de evitar con ellos esa sensación de soledad que lo invadía cada noche con más y más fuerza. Leer cada línea, cada palabra, representaba un especie de conexión con el mundo que lo había abandonado. O al que había abandonado él.

Cerró los ojos un instante y regresó de su momentánea abstracción. 

Cruzó la habitación con una mirada fugaz, sin reparar en los cristales de la ventana empañados por la calidez interior, que contrastaba con el frío mortal de fuera. Buscó un cigarrillo para despejar un poco sus pensamientos, pero para su sorpresa la cajetilla estaba vacía. Un ligero temblor recorrió su espalda, cual descarga eléctrica, y se desvaneció en la punta de los dedos de su mano izquierda, la que habitualmente usaba para fumar. Con una creciente ansiedad revisó la alacena y los pocos cajones que quedaban aún a la vista, pues sin darse cuenta, había apilado inmensas montañas de papel por toda la casa, que obstaculizaban el paso y formaban un laberinto difícil de andar. Al no encontrar siquiera una hebra de tabaco y con la abstinencia reventando sus poros y su paciencia, perdió la razón. Tomó en sus manos una hoja de periódico, la rasgó por la mitad y la enrolló de tal forma que logró forjar un cigarrillo de papel. En plena euforia por tan “grandioso” logro encendió éste y fumó con irrefrenable ansiedad. Se desangraba una sonrisa en su cara hasta casi tocar el suelo. La felicidad puede ser un torbellino capaz de destrozar nuestros más firmes cimientos. Y en éxtasis tal se encontró, y encendió un sinfín de hojas, notas rojas, deportivas, de sociales, que se esfumaban lentamente en cada bocanada como recuerdos difusos de su memoria senil. La casa era un campo minado que en cualquier momento iba estallar, pero el exceso de humo no le permitió reparar en esto. Y una desafortunada colilla sin apagar junto a la decrepitud de los diarios colocados en fatídico lugar, fueron en detonante para asesinar de tajo tanta felicidad. Fue suficiente un instante para que una brasa de fuego se extendiera y dibujara un infierno ardiendo en aquél lugar que fuera en tiempos olvidados un hogar. El anciano no tuvo tiempo para intentar escapar, pues había bloqueado inconscientemente todas las salidas posibles con el papel. El fumador compulsivo se esfumó en una bocanada mortal.

Al día siguiente cuando el fuego hubo cesado, una gran ventisca recorrió la ciudad con fuerza tal que barrió todas las cenizas que quedaban en el lugar. Y en la pared de la sala de estar se podía divisar la puerta de un compartimiento parecido a una caja fuerte que ostentaba el título de “El último aliento” y resguardaba un centenar de cajas de cigarrillos.



Quiero vivir en un árbol


Quiero encontrar un camino,
Donde me encuentre perdido.
Quiero escuchar el latido
Del mundo en mis oídos.
Quiero entender la música,
Que envuelve el universo.
Quiero encontrar un satélite escondido.
Quiero andar en un mar de sonido,
Que me aturda los sentidos.
Quiero mirar un sol de medianoche.
Quiero fundirme en una aurora boreal.
Quiero conocer la magnitud de un beso,
De esos que estremecen, hasta la punta del cabello.
Quiero dibujar con mis manos,
Una sonrisa en la humanidad.
Quiero darle un abrazo a Carlotta.
Quiero pintar en la piel de cada ser
Símbolos de amor y rebelión. Revolución.
Quiero que mi voz siga sonando,
Aunque mi cuerpo esté enterrado,
Resonando en la memoria,
Dejar una huella en la Historia.
Quiero ser un inventor de arcoiris,
De ondas traslúcidas y multicolores,
De palabras dulces y elegantes,
De miradas profundas y reconfortantes.
Quiero sacudir el firmamento,
Y encapsular la luz de un cometa,
Para llenar los días grises,
Imaginar, compartir, crear.
Quiero ser aire, ser vida,
Ser tiempo, ser eterno.
Quiero regalarte una sonrisa cada día,
Mientras exista.



Mi lucha.


Mi lucha comienza al despertar y abrir los ojos.
Al exhalar en cada respirar balas de emancipación y libertad.
Mi lucha se desangra en cada palabra que escupe mi boca,
En cada sonrisa que dispara mi alma.
Mi lucha no tiene pies pero tiene un corazón inmenso
Que palpita al ritmo de cada paso que doy.
Mi luhca emana de mis manos cuando construyo amaneceres
Y descubro caminos olvidados, prohibidos.
Mi lucha se respira en el viento que se levanta
Y se toca en la lluvia que refresca mi garganta.
Mi lucha se vive en la espalda de mi hermano,
Que libera su voz y desencadena su mirada.
Mi lucha es el color de mi piel quemada al sol,
El cansancio de mis brazos por el trabajo rudo.
Mi lucha es un eco, un libro, un árbol,
Un beso, un sueño, un sonido,
Una sonrisa, un grito, un abrazo.
Mi lucha es una pipa llena de tabaco.


Los zapatistas y las manzanas.


Dice Durito que la vida es como una manzana.  

Y dice también que hay quienes la comen verde, quienes la comen podrida y quienes la comen madura.

Dice durito que hay algunos, muy pocos, quienes pueden elegir cómo se comen la manzana: si en un hermoso arreglo frutal, en puré, en uno de esos odiosos (para Durito) refrescos de manzana, en jugo, en pastel, en galletas, o en lo que dicte la gastronomía.

Dice durito que los pueblos indios se ven obligados a comer la manzana podrida y que a los jóvenes les imponen la digestión de la manzana verde, que a los niños les prometen una hermosa manzana mientras se las envenenan con los gusanos de la mentira, y a las mujeres les dicen que les dan una manzana y sólo les dan media naranja. 

Dice Durito que la vida es como una manzana. 

Y dice también que un zapatista, cuando está frente a una manzana, le saca filo a la madrugada y parte la manzana, con certero golpe, por la mitad. 

Dice Durito que el zapatista no intenta comerse la manzana, que ni siquiera se fija si la manzana está madura, o podrida, o verde. 

Dice Durito que, abierto el corazón de la manzana, el zapatista toma con mucho cuidado las semillas, va y ara un pedazo de tierra y las siembra.

 Después, dice Durito, el zapatista riega la matita con sus lágrimas y sangre, y vela el crecimiento. 
Dice Durito que el zapatista no verá el manzano florecer siquiera, ni mucho menos los frutos que dará. 

Dice Durito que el zapatista sembró el manzano para que un día, cuando él no esté, alguien cualquiera pueda cortar una manzana madura y ser libre para decidir si se la come en un arreglo frutal, en puré, en jugo, en un pastel o en uno de esos odiosos (para Durito) refrescos de manzana. 

Dice Durito que el problema de los zapatistas es ése, sembrar las semillas y velar su crecimiento.

Dice Durito que el problema de los demás seres humanos es luchar para ser libres de elegir cómo se comen la manzana que vendrá.

Dice Durito que ahí está la diferencia entre los zapatistas y el resto de los seres humanos: Donde todos ven una manzana, el zapatista ve una semilla, va y prepara la tierra, siembra la semilla, la cuida.

Fuera de eso, dice Durito, los zapatistas somos como cualquier hijo de vecina. Si acaso más feos, dice Durito, mientras de reojo mira cómo me quito el pasamontañas.


Hay ocasiones en que nuestros cuerpos ni siquiera se acercan y nuestras mentes han copulado ya....


Hay días en que me invade la sensación de que todo puede ser poesía, desde el primer bostezo al despertar, hasta el último parpadeo del día, pasando por todas esas inexplicables cuestiones que entran o salen de la cotidianeidad... Con el paso del tiempo he entendido que cada cual tiene su ritmo, su sonido, que cada ser baila al compás de la canción de su vida, esa que no comienza ni termina, que no es plana ni esplendorosa, sino que evoluciona con el mismo ser que la baila. Y al mismo tiempo se desdobla como ave que abre sus alas y levanta el vuelo hacia un universo más hermoso, menos complejo, menos oscuro, más perfecto. Somos luces iluminando un camino para ciegos. Somos sueños flotando en medio del cielo, navegando mar adentro entre las mentes dementes. Somos viento acariciando la espalda del tiempo...Anoche tuve un sueño de duendes lloviendo y lunas sonriendo, mientras nos cubriamos con un cuarto menguante para no mojarnos de brujas...la vida, la muerte, el sueño, el infierno, el tiempo, el amor, el miedo, la locura, el deseo...son tan efímeros y eternos como un café, un beso, una cerveza, un libro, un cigarro, una palabra, un perico, una playa, un paseo, una palabra, una guerrilla, una gota de lluvia, alguna brisa del sur...Sólo nos queda devorarlos mientras duran, mientras son eternos...Hay veces que nuestros cuerpos ni siquiera se acercan y nuestras mentes han copulado ya...