“Dejemos que la ciudad colapse”
El titular del diario no dejaba lugar a dudas. Era una
capitulación.
El viejo lo estrechó contra su pecho, conteniendo dentro de
sí, un mar de sensaciones que se arremolinaban en su interior. Recordó la
primera vez que leyó esas palabras, y notó, sin darse cuenta realmente, que la
reacción hacia ellas había sido la misma independientemente de los años; y sin embargo no podía hallar en su memoria
cuanto tiempo hacía desde ese momento a
pesar de la fecha del papel. El problema
residía en que él mismo había perdido la noción del tiempo.
Quizá la memoria se haya esfumado a la par que la
estabilidad de sus manos. Desde que comenzó el Parkinson, cada jornada era una
odisea. Sobre todo desde que la ciudad fue despoblándose hasta quedar
completamente vacía, llevándose consigo ese aire rebosante de vida, y con él
todo rastro de existencia humana alguna.
El anciano lo había previsto tiempo atrás y tenía
suficientes reservas de lo indispensable para, según sus necesidades,
permanecer ahí. Sabía que era un suicidio quedarse, pero lo prefería a la
vergüenza que para él representaba abandonar el lugar donde vivió toda su vida.
La recolecta de periódico inició por el tiempo de la
acumulación de provisiones. Era un intento por preservar algunos recuerdos de
lo que la ciudad un día fue; además de evitar con ellos esa sensación de
soledad que lo invadía cada noche con más y más fuerza. Leer cada línea, cada
palabra, representaba un especie de conexión con el mundo que lo había
abandonado. O al que había abandonado él.
Cerró los ojos un instante y regresó de su momentánea abstracción.
Cruzó la habitación con una mirada fugaz, sin reparar en los
cristales de la ventana empañados por la calidez interior, que contrastaba con
el frío mortal de fuera. Buscó un cigarrillo para despejar un poco sus
pensamientos, pero para su sorpresa la cajetilla estaba vacía. Un ligero temblor
recorrió su espalda, cual descarga eléctrica, y se desvaneció en la punta de
los dedos de su mano izquierda, la que habitualmente usaba para fumar. Con una
creciente ansiedad revisó la alacena y los pocos cajones que quedaban aún a la
vista, pues sin darse cuenta, había apilado inmensas montañas de papel por toda
la casa, que obstaculizaban el paso y formaban un laberinto difícil de andar. Al
no encontrar siquiera una hebra de tabaco y con la abstinencia reventando sus
poros y su paciencia, perdió la razón. Tomó en sus manos una hoja de periódico,
la rasgó por la mitad y la enrolló de tal forma que logró forjar un cigarrillo
de papel. En plena euforia por tan “grandioso” logro encendió éste y fumó con
irrefrenable ansiedad. Se desangraba una sonrisa en su cara hasta casi tocar el
suelo. La felicidad puede ser un torbellino capaz de destrozar nuestros más
firmes cimientos. Y en éxtasis tal se encontró, y encendió un sinfín de hojas,
notas rojas, deportivas, de sociales, que se esfumaban lentamente en cada
bocanada como recuerdos difusos de su memoria senil. La casa era un campo
minado que en cualquier momento iba estallar, pero el exceso de humo no le
permitió reparar en esto. Y una desafortunada colilla sin apagar junto a la
decrepitud de los diarios colocados en fatídico lugar, fueron en detonante para
asesinar de tajo tanta felicidad. Fue suficiente un instante para que una brasa
de fuego se extendiera y dibujara un infierno ardiendo en aquél lugar que fuera
en tiempos olvidados un hogar. El anciano no tuvo tiempo para intentar escapar,
pues había bloqueado inconscientemente todas las salidas posibles con el papel.
El fumador compulsivo se esfumó en una bocanada mortal.
Al día siguiente cuando el fuego hubo cesado, una gran
ventisca recorrió la ciudad con fuerza tal que barrió todas las cenizas que
quedaban en el lugar. Y en la pared de la sala de estar se podía divisar la
puerta de un compartimiento parecido a una caja fuerte que ostentaba el título
de “El último aliento” y resguardaba un centenar de cajas de cigarrillos.




