17 nov 2012

Un viaje.



El cosquilleo detrás de las orejas, el escozor en las mejillas y la seguridad de que era observado, fueron las razones por las que  volví la cabeza hacia mi lado derecho. Iba de pie en el vagón del subterráneo; no recuerdo si pensaba en los pendientes del trabajo o simplemente me encontraba fastidiado, sumergido en una laguna mental. Al girar mi rostro, encontré su mirada enseguida. Igual que en otras ocasiones, en que me tocaba lidiar con la mirada de un extraño, no supe si sostener el contacto visual o evadirlo lento para no parecer desdeñoso. Ella debía tener más de cincuenta años, en un momento que parecía estirarse incesante, mientras sus ojos me escudriñaban decididos y su boca esbozaba una sonrisa tímida, casi imperceptible, que no sobrepasaba el gesto difuso de cierto temblor en sus labios.
No voy a negar la incomodidad que sentí al ser mirado con tanta insistencia. Podía percibir claramente el recorrido que hacían sus pupilas sobre cada milímetro de mi cuerpo, y eso me estremecía; cuando me ocurría algo similar, lo más frecuente era no saber dónde poner mis manos inquietas, ni en qué ocuparlas para tranquilizarlas. Traté entonces de cambiarme de lugar pero el vagón venía atestado como cualquier viernes por la tarde. No había posibilidad de evasión espacial. Dentro de mi cabeza comenzaba a extenderse un hormigueo cada vez menos soportable, y la ansiedad provocó algunas gotas de sudor que bajaron por mi frente, tibias. Los segundos pasaban y engendraban minutos, y el calor aumentaba en mis mejillas. Por una razón que no sé explicar estaba seguro que mi cara enrojecida evidenciaba irremediablemente mi vergüenza y mi miedo. Claro que sentía miedo. Me encontraba bajo tierra, en un vagón atestado de gente y enervando con el calor y la lentitud de su marcha todos los olores, toda la violencia y todos los peligros potenciales de la locura gestándose ahí dentro. Por esa razón evitaba voltear a ver el rostro de aquélla mujer que, sin quitarme la vista de encima, parecía ansiosa por que yo la mirara, y tal vez así reunir el valor necesario para romper la distancia. Por más que me esforcé no pude evitar volver a su rostro. Volver para enfrentar tanto descaro de su parte. Eso de perturbar a las demás personas mirándolas de una manera casi psicópata no era nada que se pudiera festejar. Por fin iba a soltar la primera palabra cuando mis ojos volvieron a cruzarse con los suyos. El azul opaco de sus pupilas denotaba cierta zozobra, un tiritar parecido al de los árboles mecidos por la brisa nocturna en otoño. Me pareció reconocer una especie de súplica en esos ojos cansados; un anhelo creciendo y tratando de decirme algo. Un mensaje que por más que intentaba, no lograba comprender. Dos extraños, un viernes, el subterráneo, ¿qué podría decirse desde esos ojos? No encontraba una conexión mínimamente lógica para responder al estímulo de esa ansiedad visual que me rodeaba. Ella decía: hijo. Yo conocía, y no recordaba exactamente de dónde, esa mirada reposada y convulsa, la complacencia y la aquiescencia. Una mirada cómplice y contemplativa y dadivosa. La mirada de aprecio franco que me envolvía y me necesitaba de la forma más pura. Entonces supe que me estaba llamando, que quería romper el vacío que mediaba entre nosotros para poder reconciliarnos en un beso, un café y un libro, un abrazo; cigarrillos. Pero para mí no era posible, no era ya posible, yo tenía una vida, un trabajo. Recordaba vagamente haber tenido una madre generosa y que me había querido. ¿Cómo podía esta mujer venir a engañarme sin pronunciar palabra, sin acercarse? Traté de creer que todo era una confusión, una superposición de planos temporales y recuerdos provocando un malentendido. Y sin embargo no bajaba la vista, en el fondo no mentía. Por más opacos que fueran los ojos, eran también los más francos que había conocido. Así me hallaba: entre la coherencia y sus ojos. Entre la verdad y la locura.
Noté que sus manos temblaban, más y más a cada momento. En sus ojos se dibujaba la ansiedad más nítida que he visto. Ya no era ella, la mujer, sino la ansiedad misma. La furia y la rabia y el deseo de romper el vacío. La furia empujándola a levantarse precipitadamente e intentar el contacto: la cercanía. La furia que reculaba al tropezar con mi reacción de shock y parálisis por miedo. El desencuentro anunciado de antemano. Ella era la madre que había perdido antes de tenerla. Ella era la furia del fracaso insalvable. Era la furia de su cuerpo abalanzado sobre mí. Era la furia de sus brazos sacudiéndome los hombros y llorando. La furia de unos brazos sacudiéndome los hombros; gritando. Unos brazos sacudiéndome los hombros  y una voz amarga y distante susurrándome: “Joven, despierte. Hemos llegado a la última estación. El viaje ha terminado”.

Mario Tijuana. 

(fotografía de Mariela 'Nosecómo' Bárcenas).



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