A María Asúnsolo.
I
Nada ni nadie aquí,
bajo este vientre o cielo a fuego lento.
Nada; tan sólo el bronco sueño de los desarraigados,
alienta, se agita en esta blanda región
contradictoria, de niebla y besos,
de voluptuoso vaho sobrehumano
y voraz, como si flores turbias
alcohol y muerte a ciegas la nutriesen.
Nada, como no sean latidos presurosos,
fieles propósitos de ruina,
se puede concebir donde las almas
a dura lentitud pierden su esencia.
Nada, sino murmullos y espléndidas blasfemias
germinan en esta zona sin destino,
aguda en las pasiones,
la ira tenebrosa
y el cántico sombrío.
(Suena a orilla del crimen.
Pero es el grave sueño,
el metálico sueño.)
Los hombres tristes y los niños tristes
huyen del natural, sereno y leve
concepto general de la existencia.
Son briznas al azar
o nubes desvalidas
crispadas de miseria.
(No hablo del reposo a cierta luz
ni de la encantadora melodía
de las sábanas claras,
ni me refiero a la frondosidad,
a ese fácil verdor de los jardines
donde vibran mujeres
de anchos ojos azules
-y un niño es un espejo.)
Esta región de ruina,
esta fragilidad de pecera o camelia,
no permite que nadie
manifieste su íntima dolencia
sin sollozar en sangre,
mansamente;
esta pequeña tierra de perfecta tibieza,
este agrio transcurso de agonías,
es, en puras palabras,
la antigua,
la agotada raíz de la ciudad.
II
Ahora bien
aquí el sueño es el sueño,
la muerte sólo eso: seca muerte.
Muerte por los motivos que tú quieras:
por un clavel pisoteado,
por un beso en un hombro,
porque unos ojos verdes brillan más que otros ojos
verdes,
porque tu mano es una mano tonta
incapaz del estremecimiento brutal
y de la caricia lánguida y perezosa;
porque simulas benevolencia,
porque ignoras la gracia de la embriaguez
o porque tu rostro no oculta la compasión,
y porque, en fin, tu reino de acuarelas,
tu música y tus pupilas de madura lluvia
no pertenecen a esta república de llanto,
a este húmedo bosque desfallecido,
aniquilado por desprecios;
a esta región de cobre
donde una madrugada de junio
soñé con la victoria...
Y era tu voz suave
llamándome a la vida.
29 nov 2012
17 nov 2012
Un viaje.
El cosquilleo detrás de
las orejas, el escozor en las mejillas y la seguridad de que era observado, fueron
las razones por las que volví la cabeza
hacia mi lado derecho. Iba de pie en el vagón del subterráneo; no recuerdo si
pensaba en los pendientes del trabajo o simplemente me encontraba fastidiado,
sumergido en una laguna mental. Al girar mi rostro, encontré su mirada
enseguida. Igual que en otras ocasiones, en que me tocaba lidiar con la mirada
de un extraño, no supe si sostener el contacto visual o evadirlo lento para no
parecer desdeñoso. Ella debía tener más de cincuenta años, en un momento que
parecía estirarse incesante, mientras sus ojos me escudriñaban decididos y su
boca esbozaba una sonrisa tímida, casi imperceptible, que no sobrepasaba el
gesto difuso de cierto temblor en sus labios.
No
voy a negar la incomodidad que sentí al ser mirado con tanta insistencia. Podía
percibir claramente el recorrido que hacían sus pupilas sobre cada milímetro de
mi cuerpo, y eso me estremecía; cuando me ocurría algo similar, lo más
frecuente era no saber dónde poner mis manos inquietas, ni en qué ocuparlas
para tranquilizarlas. Traté entonces de cambiarme de lugar pero el vagón venía
atestado como cualquier viernes por la tarde. No había posibilidad de evasión
espacial. Dentro de mi cabeza comenzaba a extenderse un hormigueo cada vez
menos soportable, y la ansiedad provocó algunas gotas de sudor que bajaron por
mi frente, tibias. Los segundos pasaban y engendraban minutos, y el calor
aumentaba en mis mejillas. Por una razón que no sé explicar estaba seguro que mi
cara enrojecida evidenciaba irremediablemente mi vergüenza y mi miedo. Claro
que sentía miedo. Me encontraba bajo tierra, en un vagón atestado de gente y
enervando con el calor y la lentitud de su marcha todos los olores, toda la
violencia y todos los peligros potenciales de la locura gestándose ahí dentro.
Por esa razón evitaba voltear a ver el rostro de aquélla mujer que, sin
quitarme la vista de encima, parecía ansiosa por que yo la mirara, y tal vez
así reunir el valor necesario para romper la distancia. Por más que me esforcé
no pude evitar volver a su rostro. Volver para enfrentar tanto descaro de su
parte. Eso de perturbar a las demás personas mirándolas de una manera casi
psicópata no era nada que se pudiera festejar. Por fin iba a soltar la primera
palabra cuando mis ojos volvieron a cruzarse con los suyos. El azul opaco de
sus pupilas denotaba cierta zozobra, un tiritar parecido al de los árboles
mecidos por la brisa nocturna en otoño. Me pareció reconocer una especie de
súplica en esos ojos cansados; un anhelo creciendo y tratando de decirme algo.
Un mensaje que por más que intentaba, no lograba comprender. Dos extraños, un
viernes, el subterráneo, ¿qué podría decirse desde esos ojos? No encontraba una
conexión mínimamente lógica para responder al estímulo de esa ansiedad visual
que me rodeaba. Ella decía: hijo. Yo conocía, y no recordaba exactamente de
dónde, esa mirada reposada y convulsa, la complacencia y la aquiescencia. Una
mirada cómplice y contemplativa y dadivosa. La mirada de aprecio franco que me
envolvía y me necesitaba de la forma más pura. Entonces supe que me estaba
llamando, que quería romper el vacío que mediaba entre nosotros para poder
reconciliarnos en un beso, un café y un libro, un abrazo; cigarrillos. Pero
para mí no era posible, no era ya posible, yo tenía una vida, un trabajo.
Recordaba vagamente haber tenido una madre generosa y que me había querido.
¿Cómo podía esta mujer venir a engañarme sin pronunciar palabra, sin acercarse?
Traté de creer que todo era una confusión, una superposición de planos
temporales y recuerdos provocando un malentendido. Y sin embargo no bajaba la
vista, en el fondo no mentía. Por más opacos que fueran los ojos, eran también
los más francos que había conocido. Así me hallaba: entre la coherencia y sus
ojos. Entre la verdad y la locura.
Noté
que sus manos temblaban, más y más a cada momento. En sus ojos se dibujaba la
ansiedad más nítida que he visto. Ya no era ella, la mujer, sino la ansiedad
misma. La furia y la rabia y el deseo de romper el vacío. La furia empujándola
a levantarse precipitadamente e intentar el contacto: la cercanía. La furia que
reculaba al tropezar con mi reacción de shock y parálisis por miedo. El
desencuentro anunciado de antemano. Ella era la madre que había perdido antes
de tenerla. Ella era la furia del fracaso insalvable. Era la furia de su cuerpo
abalanzado sobre mí. Era la furia de sus brazos sacudiéndome los hombros y
llorando. La furia de unos brazos sacudiéndome los hombros; gritando. Unos brazos
sacudiéndome los hombros y una voz
amarga y distante susurrándome: “Joven, despierte. Hemos llegado a la última
estación. El viaje ha terminado”.
Mario Tijuana.
(fotografía de Mariela 'Nosecómo' Bárcenas).
(fotografía de Mariela 'Nosecómo' Bárcenas).
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